lunes, 30 de agosto de 2010

Simplemente una cuestión de FE: Fortaleza y Espiritualidad

“La FE mueve montañas”. Así comenzaré mi relato. Apelando a una vieja frase extraída de las enseñanzas que Jesús, Hijo de Dios y redentor de todos aquellos que habitamos esta tierra nos dejara hace tiempo, justamente hace más de dos milenios. Frase simple, concisa, pero a su vez cargada de mucho contenido y sobre todo, significación.
¿Acaso habría otra manera, otra forma de explicar -empíricamente, podríamos decir- que más de tres mil personas, varias de ellas enfermas o en condiciones de inferioridad física y/o psíquica, muestren una disposición francamente inquebrantable? Más allá de las vueltas que uno quiera darle al asunto, creo que no sería posible enmarcarlo en otro tipo de fundamento, ni de contexto alguno.
Aquélla mañana de sábado el día amaneció nublado…extremadamente frío y bajo una fuerte condición de humedad en la ciudad de Rosario, provincia de Santa Fé, a orillas del río Paraná. Allí, el clima es muy diferente al que se vive en Bahía Blanca, sea cual fuere la época del año en la que uno pretenda situarse: no existen los días de fuertes vientos que suelen ser moneda corriente por estos lares. Claro que en esa zona del país la humedad causa estragos, tanto en el invierno como en el verano. Por lo que la sensación térmica -sea baja o elevada- depende en gran medida de dicho factor, la humedad del ambiente. Y puedo asegurar que el frío, cuando sobreviene en esas condiciones, se hace sentir y mucho.
Cerca de las 6:40 de la madrugada, los tres colectivos repletos provenientes de la ciudad de Punta Alta (provincia de Buenos Aires) hicieron su arribo a la ciudad santafesina. Más precisamente, a la zona conocida como barrio Parquefield: un lugar cuya geografía y edificios se asemejan a lo que en Bahía Blanca representa el barrio Comahue, donde proliferan los monoblocks, separados por grandes espacios verdes entre los que pueden encontrarse plazoletas, hamacas y juegos para los niños.
En medio de aquellos edificios se levanta un templo de pequeñas dimensiones pero de suma belleza arquitectónica, con gran delicadeza en los detalles y cuidado en su ornamentación. Se lo bautizó (permítaseme el término) como Parroquia “Natividad del Señor”. Allí ofician varios sacerdotes, y cientos de miles de fieles concurren semanalmente desde todos los puntos del país en busca de paz, sanación y esperanza. De lunes a sábado -con excepción de los martes- se celebra una misa al día; y los domingos se ofrecen tres de ellas: una en la mañana, otra en horas de la tarde y la restante durante la noche.
No obstante, la razón principal por la que la gente acude a dicha Parroquia y por la cual me dispuse a escribir estas líneas, tiene nombre y apellido. Me refiero al milagroso Padre Ignacio Peries. Oriundo de Sri Lanka y nacido en un humilde pueblo llamado Balangoda, el Padre Ignacio llegó a Rosario en el año 1978, para cumplir su primera misión desde su ordenación como sacerdote.
De piel morena, barba tupida y una mirada que cautiva, tiene además un don: el de transmitir seguridad, convencimiento, sosiego y paz interior. Esa misma paz por la que clamaban esas diez cuadras de personas (niños, jóvenes, adultos o ancianos), entre las que me encontraba yo, y que aguardaban su turno soportando estoicamente las inclemencias del tiempo y la crudeza de tener que soportar el frío debiendo permanecer más de doce horas corridas a la intemperie.
Claro que como es dable de imaginar, no todo es color de rosas en medio de la interminable espera. Las horas pasan y uno comienza a impacientarse. El cansancio va ganando terreno, las piernas se acalambran pese a la enorme fuerza de voluntad que uno pueda manifestar. Y allí aparecen los empujones, se alzan las voces y aunque cueste creerlo, no es extraño (y además vergonzoso) que haya golpes de puño. Así es, golpes, empujones e insultos se intercambian entre personas que están a punto de ingresar a una Iglesia. Tal comportamiento, aunque no en todos los casos, parece más bien propio de un recital de rock antes que de un grupo de fieles dispuestos a buscar serenidad y sanación.
Y como sucede en toda aglomeración de gente, no podía faltar el comercio a su alrededor. Y no es que lo vea de mal modo, cada quien hace su lucha y trata de ganarse el pan con dignidad. Decenas de “kioscos”, vendedores ambulantes y hasta los infaltables oportunistas están a la orden del día. Cierto es que la gente tiene que comer, debe satisfacer ineludiblemente sus necesidades fisiológicas y allí es donde estos personajes hacen su presentación. Es más, los lugareños alquilan los baños de sus casas, cobrando una módica suma para permitir el uso de los sanitarios que, dicho sea de paso, escasean. Y así puede ocurrir que uno deba esperar un par de horas en pos de acceder a ellos. En cuanto a los vendedores, éstos ofrecen de todo: desde la simpleza de una foto bendecida por el propio Padre Ignacio hasta comestibles, bebidas varias, agua caliente y bidones vacíos, los que habrán de ser llenados más tarde con agua bendita para ser utilizada como fuente de vida y curación.
El día transcurría y de esa manera la tarde tomaba poco a poco su lugar. La misa de aquel sábado estaba pautada para las 18 horas. Y como si todo aquello resultara poco, más y más gente continuaba llegando desde diversos lugares y ello hacía que los ánimos se caldearan y no faltara el viejo y conocido “colado” que se apresurara a disputar un lugar en la fila en procura de poder ingresar en el templo a la hora de la celebración de la palabra. Allí, de pie y apretujados, pudimos oír que se habían abierto las puertas de la “Natividad del Señor”. De ahí en adelante, un caos: otra vez los empujones, discusiones, algún que otro desmayo producto de la aglomeración, y un creciente mal humor. La marea humana se apiñó junto a la entrada del edificio y en breves minutos completaron su capacidad. La oscuridad se abría paso entre los últimos instantes de la tarde y en esos momentos, el Padre Ignacio dio comienzo a la celebración de la Santa Misa. Y nosotros, el grupo que venía desde Punta Alta, tuvimos que permanecer afuera, a la intemperie ("como era en un principio") y con el consuelo de sólo poder oír al sacerdote antes que verlo en persona. En ese instante sentí que, pese al cansancio, el hambre y a no haber podido entrar al templo, Dios me estaba sosteniendo. Y en definitiva, el motivo por el cual me encontraba en ese sitio -el cual permanecerá en lo más profundo de mi ser- me daba la fortaleza que me mantenía vivo, de pie y en compañía de mi hermana, con la esperanza intacta de poder llegar al sacerdote.
Y así fue. Concluida la misa, el Padre Ignacio Peries procedió a realizar lo que todo el mundo estaba esperando: la imposición de manos, sus sabias palabras, su abrazo reconfortante y la paz respectiva. Para ello debimos esperar durante unas cuatro horas más. Siempre de pie y en medio de los apretujones. Pasadas las 22 horas conseguimos nuestro objetivo: ingresar en la “Natividad del Señor” y poder pararnos frente al sacerdote, cara a cara, con nuestros miedos, ilusiones y sueños a cuestas. Me animaría a decir que allí dentro se podía respirar un aire de serenidad, de tiempo detenido, eterno, difícil de imaginar y de experimentar en cualquier ámbito.
Son muchos los milagros que ha realizado el Padre Ignacio. Abundan los testimonios y las muestras de agradecimiento de quienes aseguran haber sido curados por su intercesión, como así también los de quienes acudieron a él en medio de la desesperación y el desasosiego para pedir por una persona allegada, familiar o amiga. Porque también realiza sanaciones por foto. Y hay testimonios que así lo confirman. Como el de una persona que concurre reiteradamente a dar gracias porque el sacerdote curó a un pariente que estaba en estado de coma y que, al regresar a verlo al hospital, lo encontrara sentado en la cama y pidiendo por comida. ¿Verdad?, ¿mito?... cuestión de fe. Y en esto no hay medias tintas. Es creer o reventar, simplemente eso.
En respuesta al llamado -con un movimiento de su cabeza-, me dispuse a caminar hacia él. Y lo que sucedió a partir de ese momento es sumamente difícil de traducir en palabras. Hay que vivirlo, sentirlo, y eso depende de cada quien. El Padre me tomó de la cabeza y me apretó con fuerza contra su pecho, al tiempo que pronunciaba lo que -supuse- eran oraciones en idioma hindú, de las cuales reconozco no haber comprendido nada en absoluto pero que, acto seguido, una intérprete nos habría de traducir al castellano. Encontrándome bajo su imposición de manos, se dirigió al instante a mi hermana (que se hallaba detrás de mío). Allí fue donde nos preguntó literalmente: “¿Qué son?... ¿Qué son?”. Lo había percibido. Él solito, sin que nadie abriera la boca ni balbuceara vocablo alguno. Descubrió la particularidad de ese vínculo especial que nos une en esta vida. Así, tomó la cabeza de mi hermana y volvió a apretarla junto a la mía contra su pecho, y siguió rezando sus oraciones. Fue cosa de unos 30 o 40 segundos, no más. Segundos por los cuales había viajado más de 720 km y esperado durante casi 16 horas. Valió la pena. Y lo viví de tal manera que se me volvió imposible no quebrarme y romper en llanto. De felicidad, claro… de alegría, de paz. Esa paz por la que tanto venía bregando y que gracias a Dios y su mano que me marcó el camino, aquella noche supe y pude al fin encontrar.

Que Así Sea.

Texto: EZEQUIEL E. BATTISTELLA
Imagen: http://www.reinadelcielo.org/estructura.asp?intSec=3&intId=100

2 comentarios:

  1. QUE HERMOSO HIJITO¡¡¡¡ME GUSTO MUCHO....MUY BIEN EXPICADO EN POCAS PALABRAS LAS 16 HORAS QUE VIVISTE....TE FELICITO¡¡¡¡¡¡

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  2. OLVIDE QUE SOY MAMA LA QUE ESCRIBIO EL COMENTARIO

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